Los conjurados
Vicente Preciado, escritor
Ricardo Sigala
Tengo en mis manos el nuevo libro de Vicente Preciado Zacarías. Ayer lo recibí.
Se titula Estos 77. Publicado por Amate Editorial y el Centro Universitario del Sur contiene una selección de su trabajo periodístico realizado durante las últimas décadas en la prensa local. Los lectores de Preciado Zacarías siempre esperamos con emoción una nueva entrega de su trabajo, yo en lo personal celebro Estos 77 porque nos recuerda que su autor es justamente eso: un escritor, pero sobre todo un literato, un artista de la palabra para dejarlo más claro.
Vicente Preciado es un hijo ilustre de Zapotlán el Grande: una columna, una calle y la casa del arte de la universidad llevan su nombre. Ha tenido reconocimientos nacionales e internacionales por su trabajo científico en el campo de la odontología y por ser pionero de la endodoncia. En lo académico fue designado Maestro Emérito, el más alto reconocimiento que da la universidad sólo por debajo del Doctor Honoris Causa; además sus alumnos lo recuerdan como una referencia luminosa en su formación. Como editor Preciado ha divulgado y en ocasiones rescatado a autores que constituyen un patrimonio literario de nuestra ciudad: Cristina Pérez Vizcaíno, Roberto Espinoza Guzmán, Refugio Barragán de Toscano, Virginia Arreola, entre otros. También, y quizás ésta sea su faceta más reconocida, ha sido un estudioso y promotor de la obra de Juan José Arreola: el monumental Apuntes de Arreola en Zapotlán que representa una fuente inagotable de las filias culturales del maestro; Las mejores confabulaciones de Arreola que rescata las preferencias del escritor y sus versiones inglesas; además de los innumerables artículos, ensayos y conferencias dados en el mundo entero sobre la obra del autor de La feria.
Es un hecho que Vicente Preciado ha sido generoso con la ciencia de la odontología, con la docencia, con la cultura zapotlense y con Juan José Arreola, e insisto, ha tenido un digno reconocimiento al respecto. Sin embargo considero que el Preciado escritor ha sido poco atendido e incluso ignorado. Sin restarle importancia a todas sus demás aportaciones, el Preciado escritor es en el que confluyen de manera más plena todas sus virtudes, el científico, el odontólogo, el profesor, el hombre culto, el lector, el viajero incansable, el agudo observador, el ciudadano, el amigo, el sibarita, el memorioso, el crítico, el sensible ante las causas injustas, el testigo asombrado del paso del tiempo, el poseedor de la frase exacta, el bibliófilo. Lo mejor de Preciado Zacarías confluye en su obra periodístico-literaria porque no sólo es el punto de encuentro de su grandísima cultura y su envidiable experiencia sino porque es el espacio en el que ejercita una de sus principales virtudes: el discurso inteligente, la elegancia en el fraseo, la cita oportuna, el guiño con el lector, en resumen su prosa cuidadosamente elaborada. Sospecho que está aquí su obra más duradera.
Es por eso que de entre los múltiples sucesos que aparecen en el curriculum de Preciado yo privilegio tres momentos que nos dan cabal idea del personaje, me refiero a tres títulos: Brevensayos (2001) (primero publicado como Partici-pasiones en 1989 y 1991), Los trabajos y los días de un librero (2010) y Estos 77 (2014). El primero reúne una selección de sus textos publicados originalmente en la prensa local en los años ochenta, más de medio centenar de pequeñas piezas. El segundo reúne la correspondencia con su librero de Buenos Aires, y en él vemos a un Vicente Preciado íntimo y personal.
Estos 77 reúne setenta y siete textos publicados originalmente en La voz del sur en la columna semanal que durante dos décadas publicó Vicente Preciado Zacarías. En este volumen aparecen textos desde 1994 hasta 2010 y han sido distribuidos en siete ejes temáticos, denominados “Libros”, que proponen “un ritmo de lectura dado por los temas, el tono, el estado de ánimo y el propósito general o particular de los propios textos.” “El primer libro se concentra en el tratamiento literario, siempre a manera de ensayo, de ciertos conceptos; el segundo aglutina lo que podrían ser definidas como reseñas de libros, aunque los alcances de los textos aquí incluidos son mucho más amplios; el tercero asume una vocación de construcción de perfiles, de trayectorias biográficas; el cuarto se ocupa de las cosas materiales del mundo. El quinto apartado es especial, se compone por un grupo de ensayos sui generis, que el propio autor define, siguiendo a Juan José Arreola como Salto de caballo, por su identidad de saltarín temático, como un homenaje a la conversación que ejerció el propio Juan José Arreola, y evocación a cierto movimiento del juego de ajedrez; el apartado seis se ocupa de las relaciones cívicas en el sentido tanto local como internacional, desde la visión de las clases sociales de Zapotlán y hasta las guerras mundiales. El último apartado da una oportunidad de acercarse al autor desde la memoria, la remembranza es el vehículo para darnos una visión del mundo de autor”, informa el prólogo.
Es importante hablar de la naturaleza de estos textos pues resultan de una variabilidad por demás imaginativa, asistimos a la utilización del artículo de opinión, la reseña literaria, la semblanza, los perfiles, la crónica de viaje, las memorias y el ensayo literario heredado de Michel de Montaigne, es decir el ensayo como obra en proceso, como un testimonio de una indagación temática y lúdica; pero, y sobre todo, marcado con un tono personalísimo.
El prólogo del libro define este material como “textos multitemáticos (que) tienen preferencia por el mundo de la cultura, desde las letras, las artes plásticas y el cine hasta el teatro popular y las memorias, presentados como una suma de preferencias, recuerdos y anécdotas: textos al mismo tiempo universales y privados, cosmogónicos y personales.”
La selección de textos (y el prólogo) estuvo a cargo de Alfredo Hermosillo y quien esto escribe. El volumen cuenta además con un “posfacio” firmado por el Pbro. José R. Ramírez. Los setenta y siete textos son una muestra de las virtudes literarias del doctor Vicente Preciado Zacarías, en sus 471 páginas encontramos un índice general, uno de nombres y otro de obras, que resultan de gran utilidad para la consulta pues en el libro se habla de casi 450 personajes y un promedio de 230 obras. Estos 77 es un homenaje a los setenta y siete años de vida de Vicente Preciado Zacarías que por cierto se cierran el día de mañana. El lunes el maestro entra a sus setenta y ocho con la lucidez que lo ha caracterizado, con la vitalidad y fortaleza de su obra, con la luz que da a sus alumnos, lectores y amigos, con todo eso que en el fondo no es otra cosa que una forma humana y discreta de convertir el agua en vino.
CUENTO GANADOR DEL PRIMER CONCURSO DE CUENTO DEL CUSUR
El 26 de abril de 2014, el jurado del Primer Concurso de Cuento del CUSur constituido por Rafael Medina, escritor; Carlos López de Alba, escritor y editor; y Fortunato Ruiz escritor y académico, se reunió para la deliberación de los 29 trabajos recibidos, de lo cual se concluyó el siguiente resultado.
El primer lugar para el cuento titulado “El gobelino” firmado bajo el pseudónimo Julia de la Costra y cuya autoría corresponde a Azucena Rodríguez Anaya, alumna de la Licenciatura en Letras Hispánicas.
Además se acordó entregar menciones honoríficas a los siguientes participantes:
1. “El mariachi de la trompeta muda”, pseudónimo Liebre de Marzo, de Paulina Velázquez Guzmán de la Licenciatura en Letras Hispánicas
2. “El matrimonio”, pseudónimo Paam, de Paola Alejandra Alfaro Montoya de la licenciatura en Periodismo.
3. “El amor en tus tiempos, culera”, pseudónimo Tuupy, de Alejandro Valdovinos de la carrera de Médico Cirujano y Partero.
4. “La desembocadura”, pseudónimo Tacha, de Jorge Alejandro von-Düben Padilla del la Licenciatura en Letras Hispánicas
EL GOBELINO
Azucena Rodríguez Anaya
Me dirigí a la entrada de la casa por la calle Rodríguez Peña, tal como lo indicó Irene. El reloj marcaba justo las cinco, un acorde de ecos cobrizos se escuchaba a lo lejos y con el comenzó una rebelión en mi estómago, sin remedio no hice más que tocar a la puerta…. Incontables llamadas se acumularon en citas infortunas desde hacía meses, Irene se mostraba siempre dudosa y titubeante a recibirme, pero aquel día sostuve la suerte sin balbuceos y una nota sobre mi escritorio me dejó perplejo. “Llamó la señorita Irene, presentarse a las cinco de la tarde por la calle Rodríguez Peña, probabilidad de venta”. Era bien sabido por nuestro círculo de amigos que Irene y su hermano tenían diversas antigüedades en la casa, hecho que enriquecía la posibilidad de aumentar mi extensa colección de objetos antiguos, el sólo pensar que podía hacerme de uno de los gobelinos tejido por el mismísimo Charles Le Brun, me volvía ansioso e impaciente.
Tras mi colección de antigüedades me complacía tener ejemplares que deleitaban la desmesura de coleccionistas afines al gusto exquisito, un armario Boulle era la última adquisición que me ensoberbecía, entre mi inventario podía contar trescientas veintiún pinturas, trece escritorios con tapa de persiana, seis secreters de maderas finas. Noventa y cuatro sillas desde Luis XV, Morris Chair, hasta Michael Thonet. Y mi colección numismática, me posicionaba como uno de los más afamados coleccionistas de antigüedades de toda la Argentina, pero sólo tenía tres gobelinos, dos de ellos eran de la serie sobre la india y uno del Quijote.
Al llegar a la calle Rodríguez Peña me dispuse a tocar la puerta y acto seguido como en un presentimiento, la figura de Irene salió al descubierto ̶ Pasa, me dijo. El aire a sobriedad en su rostro me recordó los años en que fuimos compañeros su hermano y yo, los días lejanos en que visité su casa tantas veces con el disimulado empeño de verla a ella, y la indeleble propuesta fallida que le formulé desde aquel entonces, estuvieron a punto de volver mis pasos atrás; pero la ruindad de acrecentar mi colección evocó el motivo de mi visita en la casa. Vi en sus manos el tejido y su mirada se incrustó en mi cabello ̶ Estás canoso, repuso. Los años virtuosos se acumularon en mi vientre y el pecho me pulsaba al ritmo de un reloj sin tiempo, comencé a sudar frío.
Avanzamos por el pasillo intercambiando algunas frases y la casa pretérita, me pareció más antigua que mi propia colección, las sobrecamas eran las mismas, los almohadones de plumas, en los que alguna vez se posaron los deseos de amanecer juntos, eran los mismos, y aquel impávido deseo que anheló ser consumado en días que no llegaron, en ese instante pareció clarividente. La revocación de tal aspiración no tuvo razones, Irene en simple disimulo las guardó para sí, ahora ya no cabrían en mis bolsillos. Nuestros pasos avanzaron sobre los tres dormitorios, al pasar la biblioteca alcancé a ver la modesta colección de literatura francesa y sobre el escritorio la colección de estampillas del padre de Irene, destelló la monotonía en que ambos hermanos seguían viviendo. Llegamos a la sala y el aire longevo de los muebles me situó en el lugar favorito de la estancia, mi colección de antigüedades. El olor a madera abrió los poros de mis recuerdos, volcándome en la primera antología de objetos que iniciaron mi creciente voluntad de poseer piezas, a falta de poseerla a ella. Ese día estuvimos Irene y yo casi cercanos.
Irene me mostró el gobelino que estaba afable a venderme, la imagen representaba el mausoleo de una dinastía egipcia que conservaba colores dorados, veteados con un color rojo obscuro ̶ Quiero mostrarte mi colección de pañoletas, ahora vuelvo, me dijo. Y caminó con destino a su recámara, yo ensimismado comencé a valorar el estado del gobelino, saqué mi lupa y me dispuse a examinarlo detenidamente, en efecto se podía ver la firma de Le Brun, dudé en tocarlo y palpitar mis dedos en su textura, a punto estaba cuando Irene a mis espaldas se aproximó con un cajón lleno de coloridas pañoletas, algunas verdes, otras blancas y solo una de color lila.
Me acerqué sutilmente a ella tratando de verlas, la cabeza de Irene se inclinó sobre mi pecho en un acto de ternura, un movimiento anticipado me sorprendió y en un parpadeo ya tenía la pañoleta lila en mi rostro bordeando mi nariz; tenía un olor a naftalina y una humedad tenue. Sin controlar espasmos telúricos de mis brazos, se soltó la lupa de mis dedos y cayó en la alfombra haciendo un ruido seco, una contorsión en las rodillas me hizo caer al suelo golpeando mi cabeza. Desperté en un lóbrego espacio reducido a mí cuerpo, traté de incorporarme y me percaté que estaba limitado a mover únicamente mis manos, la altura de los muros que me rodeaban impedían que alzara los codos, algo húmedo sujetaba mis pies, presentí que estaba en un sarcófago recubierto de algún tipo de alfombra, el gobelino vino a mi mente, palpé con mis manos la textura aterciopelada del tapiz imaginando el color veteado. Algo chorreante y viscoso sentí en la nuca embebiendo mi cabello sobornándome la rigidez de la espalda.
Por lapsos indeterminados perdí el sentido cayendo en episodios de sueño, desperté aturdido y sin fuerza en las entrañas, se escapó de mi mente el tiempo, huyó la pericia de mis dedos, el ansia y la impaciencia devoraban mis entrañas. En retablos lamentables despertaba y dormía, ideas vagas respiraba en un aire que se tornaba claustrofóbico, dormía y el calor de mi respiración me despertaba. Espacios incrédulos de imaginar a Irene clavándome las agujas del tejido con furia en la garganta enmudecieron mi voz, un dolor inútil e inválido me miraba de frente. Escuché las campanadas a lo lejos, melancólicas esta vez, una brizna emancipada se posó en mis hombros y mi pecho. Tal vez Irene me piense y acuda a verme; con algo de suerte, me ayude a limpiar el gobelino.
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