sábado, 31 de mayo de 2014

COLUMNAS


Novelas de verdad



Vicente Verdú


Se cumple ahora medio siglo de la aparición de Herzog, la novela autobiográfica que le procuró el Nobel a Saul Below. No valdría la pena enfatizar más la excelencia de esta obra si no fuera porque, precisamente, la gran mayoría de las mejores novelas de la Historia son autobiografías. No se trata de que sean autobiografías rigurosas, claro está, sino recreaciones de la memoria laxa que es lo propio de la literatura, opuesta a la mera documentación.

Según esta misma postulación, lo mejor en la novela es lo que el autor cuenta de su sí mientras la “invención” pertenece al mundo tercero o subsidiario que se embute como un relleno pretencioso y malabar. Un ejercicio o un vicio menor que cuanto más se apile más elusión hace de lo principal. Fantasear es un óptimo recurso para los cuentos infantiles y la ciencia ficción pero, en general, no para los relatos de mayor envergadura.

Cierto es que la imaginación posee mucho prestigio y cuanto más imaginativo es un niño más crecen los buenos pronósticos sobre su desarrollo. Pero una cosa es la imaginación que vacía el mundo duro para llenarlo de confites y otra la novelería que, como un vulgar subterfugio, trufa las partes endebles de un libro.

La majestad de un texto coincide con el poder del drama que alienta detrás y de ahí que Dostoievski, Kafka, Below, Proust, Joyce, Mann, Duras, Svevo o Vargas Llosa lograran sus libros superlativos apoyándolos en su particular experiencia. Libros compuestos en primera persona puesto que el novelar se hace poco menos que insufrible cuando el autor, en tercera persona, se erige en el ojo que todo lo ve.

Puede ser que para los que desean pasar el rato, las intrigas de la novela policiaca o no policiaca, pero cuajadas de misterios, sean más absorbentes que un sudoku, pero para el lector con gusto lo mejor será aquello que se entregue cocinado en el corazón y no encharcado entre fábulas.

La imaginación constituye una excelente facultad del alma pero intragable cuando se mezcla con el paladar real. De ahí el grotesco resultado de tantos novelistas que creen enriquecer sus libros, aun autobiográficos, chapándolos con invenciones. La ficción, contra todo lo que se proclama, no es ni enriquecedora ni liberadora. Es ficticia. Y, en ocasiones, tan barata como la chatarra en una fundición.

Siendo aquí, además, la fundición la base del escritor que pretendiendo crear un producto con potencia no sólo se vale del argumento más o menos enrevesado que lo sobrevuela, sino del estilo que, sin jeribeques, lo apuntala y permite la cohabitación entre quien hace el texto y quien e lo recibe para rehacerlo interminablemente en sí. Con todo, no estoy seguro de tener toda la razón ni de haber sabido explicar “mi verdad”. La novela ha ido despojándose de pensamiento y eligiendo, como el cine, la acción por la acción. En ese camino, los novelistas más celebrados como bestsellers son quizás los que poseen mayor capacidad de mentir vertiginosamente y convertir la historia en un agitado juego de niños, ideal para pasar el rato; o para matar el tiempo. Aunque bien pensado es siempre el tiempo quien a nosotros nos mata y es el rato el que como roedor nos menoscaba.


Días de guardar





Guadalupe Morfín


Días de guardar es un preciado libro de Carlos Monsiváis publicado en 1970 tras la tragedia del 68. Dice ahí: “Más aguda y ácida que otras muertes, la de Tlatelolco nos revela verdades esenciales que el fatalismo inútilmente procuró ocultar. Permanece el Edificio Chihuahua, con los relatos del estupor y la humillación, con los vidrios recién instalados, con el residuo aún visible de la sangre, con la carne lívida de quienes lo habitan. Hay silencio y hay el pavor monótono del fin de una época. (…) se erige como el símbolo que en los próximos años deberemos precisar y desentrañar, el símbolo que nos recuerda y nos señala a aquellos que, con tal de permanecer, suspendieron y decapitaron la inocencia mexicana”.
Con la desigualdad se acentúa una de las tragedias mayores que estamos viviendo hoy en México; quizá la mayor de todas: la de los desaparecidos. Y se acentúa porque, sin dejar de ser terrible para las personas con recursos económicos y relaciones de poder, la desaparición se vive de manera descarnada por quienes sólo dependen de la voluntad de las autoridades para encontrar a sus seres queridos, y lo hacen con frecuencia en condiciones de indolencia oficial.


Fundem (Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México), en un comunicado del 23 de mayo pasado, exhibe la disparidad de cifras entre tres instancias nacionales: la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), dice, reconoce en las últimas semanas 24 mil 800 casos de personas desaparecidas; la Secretaría de Gobernación (Segob) reconoció, en febrero de 2013, 26 mil 121; la Procuraduría General de la República (PGR), sostenía este 21 de mayo que, de la cifra original, resta un total de 13 mil 195 casos, mientras que el titular de la Segob hablaba hace poco en el Senado de una cifra vigente de ocho mil casos. Además, como la misma Fundem advierte, aún no hay un Registro Nacional de Personas Desaparecidas, con una base única y confiable.

Con estos datos, es preocupante que el ex Subprocurador de Derechos Humanos de la PGR, Ricardo García Cervantes, deje el cargo, noticia anunciada esta semana en medios nacionales.
Según Gustavo Castillo en La Jornada (28/05/2014; http://www.jornada.unam.mx/2014/05/28/politica/015n1pol), el titular de la dependencia, Jesús Murillo Karam, le reconoce a García Cervantes un espléndido trabajo en este tema. El procurador dio a conocer hace días a organizaciones no gubernamentales, dice la nota, la localización con vida de más de 15 mil personas reportadas como desaparecidas. Personal del área de García Cervantes operó además la transición entre ProVíctima y la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV). Es una pena que en estos “días de guardar”, similares a los “relatos de estupor y humillación” del libro de Monsiváis, la salida de un servidor de la República, que no tuvo empacho en reconocer hace un año la gravísima crisis humanitaria e institucional del Estado mexicano, pueda dejar en la orfandad institucional a tantos. Ojalá su relevo esté a la altura.

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