martes, 15 de julio de 2014

COLUMNAS


El valor del subentendido



Vicente Verdú


Si amamos tanto la vida es porque resulta inexplicable, si se teme tanto a la muerte es porque no la comprendemos. El núcleo de la cultura radica en el malentendido o el entendido a medias. La electricidad permanece como la invención quizás más radiante de todos los siglos por falta de un conocimiento cabal sobre su naturaleza. Aunque sea duro y comprometido decirlo, la transparencia, tan reclamada hoy, arrastra al fin de la cultura. O acaso el final de todo.

El gran amor o la incurable animadversión se fundan en una ofuscación intensa y de la que parte el extraordinario grado de su pasión. Igualmente, un cuadro, un texto o un diseño mantendrán su máximo atractivo si no pueden revelar su concepción por completo.

El malentendido en forma de subentendido (entendido por debajo) posee una doble significación. Alude a lo que se cree entender sin haber sido captado con nitidez o a lo que nos convence por la fascinación del resto que quedó incomunicado. Es, sin más, la clave de la buena o de la buenísima poesía. No somos capaces de mantener la comprensión a través de los versos y este desvío del tubo lógico nos lleva a un paraje abierto en donde de repente todo se hace diáfano y mediante un especial resplandor. Pero este resplandor no coincide, desde luego, con una mejor visión del suceso sino precisamente con su golpe cegador.

En las religiones, los Mesías ganaron adeptos por millones enunciando dogmas imposibles u obviedades desconcertantes como “Yo soy el que soy”. No saber por completo qué ha querido decir el buen mesías y el filósofo en su flamante discurrir o el músico en su turbadora emisión convierten la pieza en objeto de culto siendo “lo culto” parte inseparable de “lo oculto”.

Si la cultura la vemos amenazada alguna vez es, debe asumirse, por causa de su barata divulgación. La extrema obsesión por hacerse entender por todos convierte la comunicación en una simpleza. De hecho, aún en el peor de los males, esta Crisis económica es grande porque nunca se entendió bien.

El lento cine de autor que veíamos en los años sesenta era más memorable que las actuales películas de acción por el hecho de que en las actuales no hay nada que entender y en las otras, la propia confusión de autor y público, enaltecía el impacto. Lo explicable o lo explicado queda encerrado en una jaula de hierro mientras que la libertad tiene que ver con lo indefinido. Sin más, la revelación posee dos consecuencias: bien nos destapa lo encubierto o bien, como en la fotografía, llega a velárnoslo todo.

Los inventores, los innovadores, los emprendedores, los conquistadores nacieron en los entresijos de lo relativamente cierto. Es decir, en los filos de varias incertidumbres que, como pliegues de la época, se abrían a otros conocimientos. Los programas de televisión demasiado explicativos como Aquí la Tierra tienen los días contados mientras que otros como Sálvame han cumplido cinco años con cuatro horas diarias de emisión infernal. Lo ambiguo nos divierte y alimenta pero lo inequívoco nos aburre y envenena. Pinturas, textos, fotos, danzas son encantadoras gracias a que guardan su secreto. Un secreto para ellas mismas y los demás puesto que el arte en primer lugar y la vida en cualquier ámbito solo pervive gracias a la parcial cinta de muerte que la merodea.

Cien años después




Jorge L. Daly



Me atrae ver fotos de gente que hace mucho tiempo partieron. Hay una en particular que me cautiva: tres jóvenes elegantemente vestidos, procedentes según la nota explicativa de la Baviera rural, marchan alegremente por un camino campestre para participar de una boda o una festividad importante de su localidad. Los presumo hermanos porque están vestidos igualitos y porque los ilumina la misma sonrisa, abierta, radiante, celestial, tan propia en el niño-hombre que emana felicidad porque lo espera la tertulia y el baile con la muchacha de sus sueños. La foto data de julio de 1914. Pocas semanas después los tres jóvenes abordarían un tren que los llevaría lejos para matar a sus pares de otras naciones.

Las fotos también dan testimonio del entusiasmo que acompañó la movilización de los ejércitos, de las excitadas muchedumbres que vitoreaban a los dispuestos a dar la vida por su patria. Europa se entregaba al suicidio colectivo. Es importante comprender la locura pero cuando todos quieren la guerra, el intento de descubrir sus causas, bien sea en la lógica expansionista de los mercados, en la cultura del nacionalismo agresor, en el mal cálculo de los políticos o, por último, en los trastornos sociales ocasionados por el cambio económico, es un ejercicio incompleto, insatisfactorio. Porque la verdad es que ninguna me explica bien la propensión que tenemos de buscar en la identificación con una bandera el paliativo para mitigar el sentimiento de separación del “otro”, como tampoco nuestra proclividad para deshumanizarlo y empuñar un arma para eliminarlo. Más que la explicación erudita, el lamento que una vez me confió una madre durante los primeros meses de la ocupación de Irak me ayuda a entender mejor nuestra fácil disposición para violar el quinto mandamiento. Su hijo partía al frente y claro, tenía el temor de perderlo, pero más le dolía constatar el odio visceral hacia los árabes que a él y sus compañeros le habían impartido sus instructores.

En Europa, la Gran Guerra terminó no en 1918 sino en 1945, pero su irracional racionalidad perdura. Por la extraordinaria influencia que ejerce en todo el mundo, resalto al país que recogió de Europa el manto del dominio universal: como en ningún otro país, en los Estados Unidos se glorifica la guerra y se le justifica, con el mito de la condición de país excepcional e indispensable, por la supuesta necesidad de poner orden aquí o allá o simplemente por la auto impuesta obligación de afianzar los valores de la democracia y la libertad. La verdad es que su política exterior nunca ha revelado una adhesión consistente con estos principios. El grueso de su ciudadanía se desentiende de este asunto pero es inaudito que sus intelectuales, comentaristas de opinión y analistas que verdaderamente influyen en las políticas de estado no den importancia al hecho que la conducta del sheriff es arbitraria y, a veces, francamente abusiva y propia del matonismo.

Cien años después la barbarie en el mundo se manifiesta en el Levante. Pero antes de juzgar al mundo árabe como pueblos bárbaros que no valoran la vida humana, recordemos que fue nadie menos que un ícono de Occidente, Winston Churchill, quien en los años venite propuso someter con armas químicas a las tribus rebeldes Irak. Y por favor, no sueñe por el momento con discusiones de alto nivel en los Estados Unidos que puedan aportar soluciones humanitarias a los terribles problemas que la región vive. Por desgracia, lo que principalmente sopesan sus líderes cuando deliberan Libia, Siria o Irak es si conviene liquidar a éste o aquél. Son hábiles para manipular a la opinión pública a fin de emprender nuevas aventuras sin mayor obstáculo, pequeños por no reconocer la enorme responsabilidad que tienen en la extraordinaria violencia que se ha desatado en esos países, incapaces de cuestionar la estructura económica, política e ideológica que sustenta su poder. En varios que juegan un papel muy importante el espíritu bélico les sale de los poros. Recuerde los pronunciamientos de un excandidato presidencial para bombardear a Irán, la articulación lógica por parte de una exsecretaria de estado, hoy una de las principales asesoras de Hillary Clinton, para usar las armas “porque para eso las tenemos”, o la calificación de “Hitler” que la misma Clinton le encajara a Putin. Con tanta fidelidad a sentimientos de superioridad se vuelve normal pensar que el “otro” es natural e irremediablemente inferior.

Los líderes de 1914 se han reencarnado en los del presente. La excepcional sabiduría de los grandes humanistas que se opusieron a la guerra, como Bertrand Russell y Herman Hesse, le es desconocida. Presos de la inconciencia, alimentan y se nutren de la insania colectiva. Fue esta insania lo que impulsó a los tres muchachos bávaros a empuñar un fusil para matar a sus semejantes. Viendo las fotos de los campos de batalla de Flandes, yo los imagino sepultados bajo la tierra que cobija a millones de soldados desconocidos, en comunión con los que nunca despertaron como con los que sí despertaron pero no a tiempo. Entre éstos, nadie como Wilfred Owen, muerto en las trincheras justo una semana antes del Armisticio, para expresar la dantesca pesadilla que nuestros líderes de hoy ni siquiera pueden reconocer. Démosle la palabra:

Imaginaba haber salido del combate

Por un profundo túnel, excavado hace tiempo

En la roca por manos de titanes.

Pero ahí también gemían, apiñados durmientes,

Cuyo sueño temía importunar.

Luego, al hablarle, uno se puso en pie:

Miraba hacia mí fijamente, con ojos compasivos

Y una mano que alzaba como en gesto de dádiva.

Por su sonrisa conocí aquel hosco lugar, en su

Mueca de muerte supe que era el Infierno.

Emociones del fut


J. Francisco del Toro N.
Las pasiones extremas es la carencia que tenemos como seres humanos, que no sabemos que queremos y llenar esos huecos con alegría extrema, y en un segundo a la tristeza, de allí al otro extremo, realmente una reacción bipolar, lo que pretenden es salirse de la realidad, igual que en algunas marchas no importa la inteligencia del manifestante la utilizan como desahogo, mas no con la finalidad de la marcha, tan ya saben a lo que van que en algunos casos llevan tapado el rostro para hacer lo que no se animan yendo solos, “desmanes” Causando daño a su paso. Curioso no se llora cuando hay muertes humanas, pobreza extrema, derribo de árboles, masacre de focas, y de un sinnúmero de animales y acabarse al planeta, esto no causa llanto porque no lo sentimos nuestro, cuando empecemos a disfrutar del éxito de otro, en ese momento empezamos a encontrarnos y disfrutar de mil cosas que antes eran invisibles, ENTRE TODOS CAMBIEMOS EL MUNDO.

Mamá, yo quiero un cadete



Paulina Gamus


Habría que retroceder en el tiempo para encontrar algunas respuestas al harakiri de los venezolanos que eligieron presidente a un militar golpista. ¿Qué pasaba por la mente de la mayoría que votó por Hugo Chávez en diciembre de 1998? ¿Cómo fue que esa mayoría creyó el cuento de que el mismo que quiso usurpar el poder por la fuerza de las armas y asesinar a un presidente constitucional, acabaría con la corrupción, la pobreza, la exclusión social y muchos otros lunares en el rostro de la democracia venezolana?

Desde su independencia hasta mediados del siglo XX, la presencia militar fue constante en la vida venezolana. Solo entre 1830 y 1903 hubo un total de 166 revueltas armadas y casi cincuenta años de guerra. Como hecho curioso un dictador militar, Juan Vicente Gómez, quien gobernó con mano de hierro a Venezuela durante 27 años y llenó la cárceles de presos políticos, se rodeó de ilustres juristas y profesionales de otras áreas para pacificar al país y comenzar a dar forma a la institucionalidad venezolana. Era militar, pero su gobierno no lo fue. A Gómez lo siguió el general Eleazar López Contreras, designado a dedo por él, quien abrió unas rendijas a la democracia. Lo siguió otro general, Isaías Medina Angarita, demócrata en su condición humana pero negado a permitir que los venezolanos decidieran con el voto su destino político. Ambos gobernaron con civiles de reconocidos méritos. Fueron militares pero no militaristas. La negativa de Medina Angarita a permitir el voto universal, secreto y directo para elegir al sucesor, provocó el golpe cívico militar o revolución de octubre en 1945. Los dos tenientes coroneles que compartieron el poder con el presidente civil Rómulo Betancourt, simularon aceptar el compromiso de no aspirar ninguno de los tres a la elección presidencial. Pero antes de un año de estar en el cargo Rómulo Gallegos, el primer presidente electo de manera democrática, fue derrocado por esos militares.

Marcos Pérez Jiménez instauró una dictadura de diez años, los militares tuvieron salvoconducto para abusos de todo tipo: bastaba una gorra militar colocada en la parte trasera de algún vehículo para que los demás conductores supieran a qué atenerse. La dictadura de Pérez Jiménez fue militar, pero los militares estaban en sus cuarteles, no desfilaban con proclamas y juramentos de fidelidad al dictador ni se llamaban a sí mismos perezjimenistas. Eran militares a secas. Fueron esos militares quienes precipitaron la huida del dictador el 23 de enero de 1958 y abrieron el camino hacia la democracia que duraría cuarenta años. La huelga general de los días 21 y 22 de ese mes de enero, fueron determinantes en la caída del régimen. Pero Pérez Jiménez no habría abandonado el poder si sus compañeros de armas no le quitan la alfombra. Imposible pasar por alto que las Fuerzas Armadas leales al dictador durante diez años, fueron las mismas que combatieron con éxito y sin vacilaciones, la guerrilla castrocomunista que quiso acabar con el sistema democrático en los años 60 y comienzos de los 70.

Tanta y tan seguida fue la primacía de los hombres de uniforme que hasta los civiles más civiles se contagiaron con la enfermedad crónica del militarismo. De mi remota infancia guardo el recuerdo de una canción que nos enseñaban en la escuela: “Plan rataplán los soldados pasaron, plan rataplán redoblando tambores, marchan los soldados al compás de su tambor”. El himno del partido socialdemócrata Acción Democrática, fundado en 1941, dice en su primera estrofa: “Adelante a luchar milicianos, a la voz de la revolución”. Su autor fue Andrés Eloy Blanco, el poeta más querido y popular de Venezuela y el ser humano más pacífico y pacifista que uno pudiese encontrar. Al lado de ese himno, está otro no menos solemne y hermoso con letra también de dos insignes y más que pacíficos poetas: Luis Pastori y Tomás Alfaro Calatrava. Ese himno que hemos cantado con emoción todos los que pasamos por la Universidad Central de Venezuela, dice en su primera estrofa: ”Campesino que estás en la tierra, marinero que estás en el mar, miliciano que vas a la guerra con un canto infinito de paz”. ¿Miliciano y guerra? ¿Dónde, cuándo y cómo? ¿Por qué? Allí no queda la cosa, la Venezuela de mis años mozos, la misma que sufría la dictadura militar de Pérez Jiménez, bailó y coreó entusiasmada una canción de la orquesta más popular, la Billo’s Caracas Boys, que decía “Mamá, yo quiero un cadete de la escuela militar, a ver si se compromete porque me quiero casar”.

Aunque resulte duro reconocerlo, los gobiernos de las cuatro décadas democráticas, tuvieron siempre un trato de mírame y no me toques con los militares. Los sabían demócratas pero no hasta cuándo Y con esos gobiernos comenzó la práctica de colocar militares en cargos de apagafuegos en gobernaciones y organismos o empresas del Estado. Algunos de esos militares, aunque muy contados, tuvieron éxito. Con Chávez se inaugura no solo la militarización del gobierno , sino también la politización del mundo militar. La inspiración para ese modelo no hay que buscarla en Cuba ni en la mayoría de las dictaduras militares que pisotearon los derechos humanos y ciudadanos en distintos países de la América latina. La más cercana sea quizá la de Chapita Trujillo en República Dominicana y la más parecida la de Corea del Norte desde Kim Il -Sung, hasta Kim Jung-Un, pasando por Kim Jong -Il. El culto a la personalidad, la transformación de los hombres de armas en la guardia pretoriana del gobernante y la presencia atropellante de militares en cargos públicos, con licencia para robar, comenzaron con Hugo Chávez y son una realidad opresiva con su incremento en el gobierno del civil Nicolás Maduro. Tan opresiva que el presidente es el primer prisionero del poder militar. Es oprobioso, por decir lo menos, el apoyo de partidos e individualidades de izquierda a los gobiernos de Chávez y Maduro. Argentinos y uruguayos que vivieron exiliados en Venezuela por causa de las dictaduras militares de sus países, hoy miran para otro lado ante la obscena militarización de la vida venezolana. Ni se enteran de cómo, paso a paso, han sido los militares quienes han organizado la represión brutal de las protestas ciudadanas. La explicación es muy simple: Chávez se declaró antiimperialista y Maduro continúa esa misa en escena. Si Hitler en vez de ser anticomunista se hubiese manifestado antiimperialista, esa izquierda seria nazi. Y volviendo a los militares ¿qué pasará cuando Venezuela retome la senda democrática? Mutarán, tienen esa cualidad.

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